viernes, 6 de abril de 2012

La vida es un día y ese día es una pequeña isla de luz en medio de la oscuridad:"que hay noche antes y después de lo que vivimos"

El título de esta nota pertenece al prólogo que César Antonio Molina hace a las ODAS DE RICARDO REIS, de FERNANDO PESSOA
Maestro, son plácidas
todas las horas
que nosotros perdemos,
si en el perderlas,
cual en un jarrón,
ponemos flores.

No hay tristezas
ni alegrías
en nuestra vida.
Sepamos así,
sabios incautos,
no vivirla,

sino pasar por ella,
tranquilos, plácidos,
teniendo a los niños
por nuestros maestros,
y los ojos llenos
de Naturaleza...

Junto al río,
junto al camino,
según se tercie,
siempre en el mismo
leve descanso
de estar viviendo.

El tiempo pasa,
no nos dice nada.
Envejecemos.
Sepamos, casi
maliciosos,
sentirnos ir.

No vale la pena
hacer un gesto.
No se resiste
al dios atroz
que a los propios hijos
devora siempre.


Cojamos flores.
Mojemos leves
nuestras dos manos
en los ríos calmos,
para que aprendamos
calma también.

Girasoles siempre
mirando al sol,
de la vida nos iremos
tranquilos, teniendo
ni el remordimiento
de haber vivido.

*********************************************************
El poeta portugués Fernando Pessoa introdujo la noción de heterónimo en teoría literaria y es el mayor y más famoso ejemplo de producción de heterónimos. Para él ellos eran otros de él mismo, personalidades independientes y autónomas que vivían fuera de su autor con una biografía propia, esto es dotados de distintos caracteres que fraguasen lo que él llamó “drama em gente”.

Fernando Pessoa, Heteronimia

Son, por así decirlo, una especie de alter ego u otro yo del autor. Así fueron creados los autores Álvaro de Campos, Alberto Caeiro, Ricardo Reis, Bernardo Soares, Antonio Mora, entre muchos otros de menor importancia y desarrollo, algunos de ellos femeninos, hasta un número total de 70, escribiendo una obra poética para cada uno.

Como botón de muestra...


LIBRO DEL DESASOSIEGO
DE BERNARDO SOARES
Por Fernando Pessoa en Traducción de Angel Crespo
1
(PREFACIO)
Hay en Lisboa unos pocos restaurantes o casas de comidas en los que, encima de una tienda con hechuras de taberna decente, se alza un entresuelo que tiene el aspecto casero y pesado de un restaurante de ciudad pequeña sin tren. En esos entresuelos poco visitados, excepto los domingos, es frecuente encontrar tipos curiosos, caras sin interés, una serie de apartes en la vida.
El deseo de sosiego y la conveniencia de los precios me han llevado, durante un período de mi vida, a ser parroquiano de uno de esos entresuelos. Sucedía que, cuando tenía que cenar a las siete, casi siempre encontraba a un individuo cuyo aspecto, que al principio no me interesó, empezó a interesarme poco a poco.
Era un hombre que aparentaba unos treinta años, magro, más alto que bajo, encorvado exageradamente cuando estaba sentado, pero menos cuando estaba de pie, vestido con cierto descuido no totalmente descuidado. A la cara pálida y sin facciones interesantes, un aire de sufrimiento no le añadía interés, y era difícil definir qué especie de sufrimiento indicaba aquel aire; parecía indicar varios: privaciones, angustias y ese sufrimiento que nace de la indiferencia de haber sufrido mucho.
Cenaba siempre poco, y terminaba fumando tabaco de hebra. Observaba de manera extraordinaria a las personas que había allí, no de modo sospechoso, sino con un interés especial; pero no las observaba como escrutándolas, sino como si le interesasen y no quisiera fijarse en sus facciones o analizar las manifestaciones de su carácter. Fue este rasgo curioso el que primero hizo que me interesase por él.
Pasé a verle mejor. Me di cuenta de que un aire inteligente animaba de cierto modo incierto sus facciones. Pero el abatimiento, la inercia de la angustia fría, ocultaba tan regularmente su aspecto que era difícil entrever, además de éste, cualquier otro rasgo.
Supe incidentalmente, por un camarero del restaurante, que era un empleado comercial, de una firma de allí cerca.
Un día sucedió algo en la calle, por debajo de las ventanas: una escena de pugilato entre dos individuos. Los que estaban en el entresuelo corrieron hacia las ventanas, y yo también, y también el individuo del que estoy hablando. Cambié con él una frase casual, y me respondió en el mismo tono. Su voz era empañada y trémula, como la de las criaturas que no esperan nada, porque es perfectamente inútil esperar. Pero resultaba, por ventura, absurdo conceder esa importancia a mi compañero vespertino de restaurante,
No sé por qué, empezamos a saludarnos desde aquel día. Un día cualquiera, en el que tal vez nos aproximó la circunstancia absurda de coincidir el que ambos fuésemos a cenar a las nueve y media, empezamos una conversación accidental. A cierta altura, me preguntó si escribía. Respondí que sí. Le hablé de la revista Orpheu, que había aparecido hacía poco. La elogió, la elogió mucho, y yo me quedé verdaderamente pasmado. Me permití hacerle la observación de que me extrañaba, porque el arte de los que escriben en Orpheu suele ser para pocos. Por lo demás, añadió, aquel arte no le había ofrecido verdaderas novedades: y tímidamente observó que, no teniendo dónde ir ni qué hacer, ni amigos a los que visitar, ni interés en leer libros, solía gastar sus noches, en su cuarto alquilado, escribiendo también.

Fernando Pessoa, un corazón de nadie.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

su opinión no molesta...